Por favor, empecemos con modales: un «Buenos días, buenas tardes o buenas noches», como corresponda, pero siempre con educación.
Y, no, las cosas no van por los derroteros de la educación, pues eso es como en el ejército, el valor se le supone y por ello ya no se cuestiona. Llegados a cierta edad, tampoco hay que hacerse muy viejos, simplemente rondando la treintena, es como lo del «¿me quieres?», eso ya no se pregunta, se presume que «sí», pues el refranero español es muy sabio y «a caballo regalado no se le mira el diente».
Pero no nos despistemos, porque ni la cosa va de tiros ni de amores, la historia se desarrollaría, por ejemplo en un bar, o mejor, una cafetería; ese bonito punto de encuentro en el que bohemios coincidentes de la noche inician la vuelta de reconocimiento y planifican el ataque del fin de semana al son de las imágenes del resumen de las noticias del día, los goles de la semana de la Champions, o simplemente las impertinencias que completan el morboso cotilleo nocturno del «les han visto juntos», o el «follaron como los conejos, hasta caerse de culo».
Ahora es ya cuando entra en escena la camarera, y pongo una camarera no por machismo, sino por eso de que en la noche queda mejor que si ellas tienen que trabajar, al menos lo hagan en una cafetería o en la barra de un bar. Al «¿qué quieres?», voy a responder «un té». Creo que nada «raro», pues estamos en una cafetería y tampoco todos tienen que tomar el café de los hombres, el descafeinado de los mariquitas, el cortado de las señoritas o el batido de los pijos.
Durante la espera es tiempo para que los ojos de los contertulios empiecen a girar como la cabeza de un aspersor, y por momentos, mientras sus miradas pasan por las rubias de la mesa del fondo, puedan llegar incluso a babear. A eso que alguien de los fijos del local decide romper el hielo y te pregunta: «¿cómo ha ido la semana?», que viene a ser lo mismo que las conversaciones del absurdo entre conductores y gasolineros en las que siempre se habla del tiempo, o las de los pacientes en la sala de espera del consultorio, que hasta los cuarenta y… disfrutan describiendo a todo el personal el tipo de bacterias o virus de su resfriado, y si ya pasan de los cincuenta repasan incansables el historial clínico de todas sus operaciones.
Y claro, ¿esto está mal? ¡Pues no! Es como la cortesía, es un buenas noches pero al estilo bar. Así que respondes diciendo exactamente lo que te has venido preparando toda la semana para cuando alguien te haga precisamente esa pregunta, que afortunadamente alguien te ha hecho, porque figúrate que nadie te lo pregunta después de todo el tiempo que has dedicado a preparar la respuesta. Vamos que hasta te puedes regocijar, y si entre los presentes hay alguien que decide escucharte, pues todavía mejor. «Los estudios tirando», «estoy muy quemado con el trabajo», «mi jefe me está haciendo la vida imposible» y hasta descafeinados de esos de «todavía sigo en el T.A.E.» ¿Qué? «Trabajador Artificial del Estado» (TAE), lo que así queda mejor que decir esa vulgaridad de «el paro» o ese tecnicismo llamado «desempleo».
Ahora ya es cuando te sientes mejor porque alguien que no es tu abuela ni tu madre se interesa por ti, y eso está muy bien, ya no eres un bicho raro, formas parte de la sociedad. Tiempo de reflexión; pensemos. Ya he respondido, pero, ¿y ahora qué digo? Recuerdo que una de mis profesoras decía: «antes de hacer nada hay que ver lo que tienen los demás», así que lo más socorrido es decir eso de «¿y tú?». De este modo, aunque sea un rollo oír lo mismo de todas las semanas, al menos ganas un poco de tiempo hasta que llega tu té.
Atención porque ya viene. Pero no el té, ¡qué va! Viene por el medio del pasillo el pesado del amigo de tu amigo, y que por lo tanto automáticamente ha pasado a convertirse en tu amigo inseparable de la noche. Lo primero que hace es saludar a lo «julay», es decir, a más de 20 mesas de distancia y levantando los brazos «¡Ey!». ¡Y tú que deseabas que no te viese! Mientras se acerca echa la mano al hombro a todos los de la barra, saluda efusivamente a la camarera, al novio y a la novia, a los del pueblo, a los de la ciudad, al pastor, al futbolista, al cantante, porque ahora eso se lleva mucho, y al final cuando ya lleva la mano toda sudada llega hasta donde tú estás, se la seca en tu hombro dando unas palmaditas y te pregunta: «¿Cómo estás?».
¿Y qué le digo yo a éste? Bueno, primero sonrío, que eso ya es bastante para tal y como se presenta la noche, y luego, aprovechando que el de antes se ha ido a mear para no oírse otra vez lo mismo, rebobinas la cinta y empiezas con un flamante: «Bueno, pues…» Y a lo que quieres empezar a poner la cosa interesante, el impresentable de la noche se da la vuelta, te deja con tu rollo y se va a la mesa de las rubias del fondo, que ya le estaban llamando como cada fin de semana para que les pague el trago.
Yo sonrío, ¡qué vas a hacer! Miro para detrás y él Dios de la sabiduría me está señalando, y no es raro, a falta de ideas les está contando lo que yo he hecho este fin de semana. Lo que de verdad me pregunto es ¿qué les estará contando de mi cuando ni tan siquiera se ha quedado a conocer el final de la historia? Yo sonrío, ¡qué vas a hacer!
Los segundos se hacen minutos, miras la muda televisión y al unísono canturreas a tu modo el estribillo de esa balada en inglés que nunca supiste como se llamaba y que ahora mismo te está recordando el disjokey. Y claro, como encima eres fumador, pero de los pasivos, no puedes jugar ni con el encendedor ni con el paquete. Y hablando de paquetes, el que se fue a mear parece que no se la encuentra, seguro que se le ha vuelto a atascar la moneda en la máquina expendedora de preservativos. Desde luego parece tonto, si hay un cartel que pone «no funciona», no seas terco por más que esta vez sean de fresa, si no va, no va. Me recuerda a lo del dolor de cabeza de ellas, que por más que te empeñes no hay medicamento que las haga cambiar de idea.
Y cuando parece que está todo perdido, llega tu hada madrina con el té. ¡Por fin! Ya estoy salvado. Al menos le diré «gracias» y quizá ella me responda con un «¡qué sólo te han dejado!» y entonces pueda decirle: «Ya ves, en realidad lo han hecho para que nuestro momento sea más íntimo». Y en ese instante tan mágico te dice: «¡Ay va! Me he olvidado el azúcar. Ahora te lo traigo». Así que te vuelves a quedar plantado en la mesa y te pones impaciente por empezar el ritual. Te comes la chocolatina, pliegas el envoltorio y lo tiras al cenicero, levantas el platito, coges el cordoncito de la bolsita del té y la haces navegar, la hundes, la sacas a flote y de vez en cuando levantas la mirada. Y… ¿qué pasa? ¿Es posible? ¿Es a mi? Alguien me está mirando. Mejor sonrío y a ver que pasa.
Te estás poniendo a cien y llega la fase del estrangulamiento. Cucharilla en mano estrujas la bolsita de té ayudándote del cordel, justo con tan mala suerte, que se suelta la última vuelta y la bolsita cae en la taza salpicándote y mojándote la camisa. Ya la hemos liado y para colmo quizá me haya visto alguien. Por si acaso cambiamos la cara ácida de limón, unimos los labios y echamos fuera todo el aire. Rápidamente eso se cura con una sonrisa y levantas la vista por si alguien seguía mirándote. Efectivamente te estaban mirando y una mutua sonrisa cómplice paraliza al resto de la gente como si te aislases del mundo y tus movimientos estuviesen marcados por el ritmo de la moviola en una falta al borde del área.
No sabes que dedo mover y optas por tomarte tu primer sorbo de té. Todavía está un poco caliente pero decides terminarlo pronto para acercarte a esa fuente de alegría. Dejas la taza en el platito y cuando vas a levantarte llega la bruja con el sobre de azúcar y te empieza a dar conversación como si no os hubieseis visto en un año. Por educación sonríes e intentas ver a través suyo, pero claro, «la carne de burro no es trasparente». Creo que mi ligue se estaba cogiendo la chaqueta, y esta pelma que no calla.
¡Milagro! La llaman en la barra. Por fin tengo pista libre. Pongo el intermitente para salir y llega el de los condones con cara de haber perdido tres euros; será capullo echar tres monedas viendo que no funciona la máquina. Las rubias nos adelantan por el carril derecho, y el profesor de autoescuela que va en el asiento de detrás se para en doble fila, otra vez la salida bloqueada. Para colmo un gilipollas grita ¡Gooool! viendo la repetición del gol de Saviola ante el Madrid.
Ha llegado el momento de respirar hondo, te sientas otra vez en la silla y el «number one» te dice: ¡No te sientes joder! ¡Vámonos a dar una vuelta a otro sitio! Y esta vez pones cara de circunstancia y respondes: «No, es que no me encuentro muy bien y me voy a ir pronto a casa». A lo que te contesta: «¡Joder! No te amargues». Y tú, al tiempo que recuperas tu azucarillo lo agitas con aire vacilón despidiéndote de él y le dices: «No tranquilo, el próximo té es con azúcar».
- PUBLICACIÓN:
- LORDÁN, M.A. Té amargo. (2002, 24 de octubre). El rincón de los famosos. Yo escribo. Monólogo.
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